Y de pronto aparecido el recuerdo. Ese sabor era el del trocito de magdalena que el domingo por la mañana en Combray, cuando mi tía me ofrecía después de haberlo mojado en su infusión de té, la vista de la magdalena no me había recordado nada, hasta que la probé; tal vez porque habiéndola visto después con frecuencia en las mesas de las confiterías, sin comerla, su imagen había abandonado aquellos días de Combray para ligarse a otros más recientes.
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Cuando no subsiste nada de un pasado antiguo: después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solos, más débiles pero más vivaces, el olor y el sabor siguen durante mucho tiempo, como espíritus, recordando, esperando, sobre la ruina de todo el resto, soportando sin doblegarse, sobre su gotita casi impalpable, el inmenso edificio del recuerdo.
Cuando no subsiste nada de un pasado antiguo: después de la muerte de los seres, después de la destrucción de las cosas, solos, más débiles pero más vivaces, el olor y el sabor siguen durante mucho tiempo, como espíritus, recordando, esperando, sobre la ruina de todo el resto, soportando sin doblegarse, sobre su gotita casi impalpable, el inmenso edificio del recuerdo.
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En cuanto reconocí el sabor del pedazo de magdalena mojado en tila que mi tía me daba (aunque todavía no había descubierto y tardaría mucho en averiguar el por qué ese recuerdo me daba tanta dicha), la vieja casa gris con fachada a la calle, donde estaba su cuarto, vino como una decoración de teatro a ajustarse al pabelloncito del jardín que detrás de la fábrica principal se había construido para mis padres, y en donde estaba ese truncado lienzo de casa que yo únicamente recordaba hasta entonces; y con la casa vino el pueblo, desde la hora matinal hasta la vespertina y en todo tiempo, la plaza, adonde me mandaban antes de almorzar, y las calles por donde iba a hacer recados, y los caminos que seguíamos cuando hacía buen tiempo. Y como ese entretenimiento de los japoneses que meten en un cacharro de porcelana pedacitos de papel, al parecer, informes, que en cuanto se mojan empiezan a estirarse, a tomar forma, a colorearse y a distinguirse, convirtiéndose en flores, en casas, en personajes consistentes y cognoscibles, así ahora todas las flores de nuestro jardín y las del parque del señor Swann y las ninfeas del Vivonne y las buenas gentes del pueblo y sus viviendas chiquitas y la iglesia y Combray entero y sus alrededores, todo eso, pueblo y jardines, que va tomando forma y consistencia, sale de mi taza de té.
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