Yo no tuve un abuelo revolucionario.
No tuve un abuelo que me contára hazañas guerreras,
sus lágrimas en sus ojos viejos,
el recuerdo de Madero,
Villa o Zapata.
Yo no tuve un abuelo revolucionario,
un abuelo que me acariciara el pelo,
me subiera en sus piernas
y dijera mentiras de la revolución.
Me narrara sangre y lodo,
mezcal y mujeres,
dolor y muerte.
Yo no tuve un abuelo revolucionario,
un señor viejito de manos huesudas
y de cráneo tan blanco como sus dientes.
No.
Yo no tuve un abuelo revolucionario.
Yo tuve un abuelo nada más,
un abuelo que siempre ha estado
en ese enorme cuadro
de marco antiguo,
en esa pared rara y húmeda,
con el ceño fruncido,
los ojos fijos siempre así;
los puntiagudos bigotes largos
y ese horripilante y opaco
-oh tristeza!- traje militar...
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